CAMINO DEL NORTE

Muros del Nalón-Soto de Luiña

Aquel viernes por fin inicié el camino ¡no me lo podía creer!

Mi marido me llevó a la estación de autobuses de Oviedo antes de ir a trabajar y allí cogí un Alsa a las 7 de la mañana que me dejó en Muros del Nalón una hora después. Ya había desayunado pero la mañana era fría y al ver una pastelería abierta decidí que me tomaría un segundo café. Había dormido mal, a las tantas de la mañana aún estaba dándole vueltas a este viaje sin pegar ojo por lo que un café caliente me iría bien. Y así fue, me levanté de la mesa más despejada y muy animada, me ajuste las correas de la mochila y me puse en marcha. A los pocos metros escuche una voz a mi espalda: ¡peregrinaaa el bastón!. Vaya, mi bordón, lo había dejado apoyado en una silla y me iba sin el, agradecida y apurada a la vez, le di las gracias al amable paseante.

El cielo estaba despejado, un día espléndido tras la lluvia de días anteriores, me sentía feliz y nerviosa a la vez. Mi forma física no era buena y empecé mi camino como un paseo más. Dejando atrás Muros iba contemplando el paisaje a través de una senda un tanto húmeda pero muy bella, rodeada de árboles y mucha vegetación, abundaban las mariposas que parecía que me acompañaban. Los mojones que señalizaban la ruta también eran abundantes y eso me tranquilizó. Caminaba con calma, lo único que tenía claro es que iba a disfrutar de cada paso del camino, en el albergue me esperaban y la hora de llegada no era algo que me preocupase.

imagen del camino
Iniciando el camino

En el Pito, pueblo pequeño y del que apenas sabía nada, descubrí una arquitectura muy bonita. El Palacio de los Selgas y su Iglesia del Nazareno me llamaron bastante la atención, lástima que todo estaba cerrado a cal y canto porque el exterior era muy sugerente.

Iglesia-Panteón del Nazareno en el Pito (Asturias)

La mañana transcurría y me hubiese gustado acercarme a Cudillero, encantador pueblo marinero, pero pensé que mejor lo dejaba para otra ocasión, me convenía seguir caminando sin paradas y a paso tranquilo. Serían alrededor de las 12 de la mañana cuando me entró el hambre, iba por una carretera local asfaltada y en los limites de un bonito chalet había un muro bajo perfecto para sentarme y parar a comer algo. En ello estaba, cuando pasaron 2 peregrinos, parecían padre e hijo, me saludaron con gesto amable y me desearon buen provecho.

La jornada iba bien, ya habría hecho unos 10 km y me quedaban poco más de 5 para llegar a Soto de Luiña. Al ser mi primer día había escogido un recorrido poco ambicioso, la idea era aumentar los km. de día a día según fuese cogiendo ritmo. Pasé al lado de la Concha de Artedo, bonita playa, e inicié un ascenso que con el calor del mediodía se me hizo un tanto duro. Como a mitad de la subida, me encontré con los 2 peregrinos que me habían saludado unos kilómetros atrás, ahora eran ellos los que se habían sentado en un muro bajo del camino para comer. Me paré unos minutos, con la idea más bien de recuperar un poco el aliento que de socializar. Me ofrecieron comida, aludiendo a un embutido que decían estaba realmente bueno, pero mi única felicidad era desprenderme de la mochila que me estaba cargando la zona del cuello y aunque agradecí el detalle, rehusé la comida y tras un ratito de descanso me despedí para continuar la subida.

Caminaba perdida en mis pensamientos cuando los dos peregrinos me alcanzaron, el terreno parecía llanear un poco y fuimos al paso hablando sobre la información que habíamos leído del camino, los recorridos más o menos complicados, el tema de los albergues que aún no habían abierto … . El adolescente apenas hablaba pero su padre era un buen conversador lo que hacia que el recorrido fuese de lo más agradable. Pero pasado un rato, empecé a notar que me estaba forzando, el ascenso aún no había acabado y note que se me hacía complicado seguirles el paso. Afortunadamente apareció un banco a un lado del camino y les dije que me apetecía pararme un ratito a descansar. Pensaba que seguirían adelante y me dejarían a mi ritmo, caracol camina, ja,ja, así me veía yo, y me reía para mis adentros pensando en como iba cargando con mis cosas a la espalda como buen caracol. No obstante, para mi sorpresa, padre e hijo decidieron pararse también. Vaya, prefería seguir a mi aire pensé, aunque como ya estaba tan cerca de mi destino tampoco era tan malo.

Rematamos la subida y empezó el descenso por un camino con mucha piedra y bastante húmedo, trataba de ir con cuidado y mi bordón me daba bastante seguridad pero en un descuido senté el culo en la tierra. No me hice daño, menos mal. El hombre me tendió la mano pues me quedé parada en el suelo como si me hubiesen sellado a él, supongo que por el cansancio que ya se dejaba notar. Y proseguimos el descenso con buena conversación aunque con ese paso demasiado alegre para mi gusto.

Al llegar a Soto nos despedimos, a ellos les quedaban unos kilómetros más, me habían comentado que harían noche en Novellana. Tras desearles «buen camino» me desvié hacia el albergue de peregrinos de Soto de Luiña. Serían las 2 de la tarde, pero los hospitaleros aún no habían llegado.

Albergue de peregrinos de Soto de Luiña

Estaba sentada en un banco de madera frente a la puerta del albergue cuando se presento un chico, le comenté que de momento tocaba esperar a que abriesen el local, unas antiguas escuelas rehabilitadas como albergue. Era andaluz, no recuerdo de qué provincia, ni tampoco su nombre, pero enseguida me cayó bien. Estuvimos charlando media hora o más, hasta que vimos llegar un coche. Al fin llegaba el matrimonio que llevaba del albergue. Nos lo enseñaron y escogimos cama y manta, lo de la manta lo agradecí mucho pues elegí una cama al lado de una ventana que abrí nada más llegar, y así la dejé hasta la noche, con lo que la cama estaba bien fresquita. Sellamos la credencial, pagamos, e hicimos el ritual peregrino: ducha, cambio a ropa de descanso y colada. Estábamos en el tendedero del porche colgando la ropa cuando llegaron dos peregrinos más en bicicleta. Eran italianos pero hablaban bien nuestro idioma y en seguida entablamos conversación. Sobrino y tío venían desde Italia, tras atravesar el sur de Francia y buena parte del norte de España , por lo que la conversación era de lo más interesante, menudo recorrido llevaban a sus espaldas.

A media tarde decidí dar un paseo por el pueblo y coger en el supermercado algo para cenar. Al regresar llegaba otro peregrino, castellano, creo que dijo que venía de Soria. Aunque era temprano para cenar, volvía a tener hambre, así que en una de las mesas de madera despaché las provisiones. Al rato, llegó otro peregrino más, un chico griego que no hablaba español, conmigo iba listo el pobre porque el inglés no es mi fuerte pero con el chico andaluz encontró la salvación, hablaba inglés perfectamente y le iba respondiendo a todas sus preguntas. Entretanto, yo escuchaba con verdadero interés las historias de las que hablaba el italiano de más edad, no recuerdo su nombre, vaya, soy un caso para los nombres, aunque me suena que su sobrino se llamaba Luigi.

La tarde caía y estábamos los seis sentados en una mesa grande, riéndonos y pasándolo en grande, el tío de Luigi era muy divertido. El único que estaba un poco desubicado era el griego, porque no entendía la conversación y aunque el chico andaluz le iba traduciendo, se le veía con ganas de participar pero sobrepasado por el idioma. Alguien dijo que era la hora de cenar y en la mesa apareció empanada, embutido, pan, latas varias… yo, que me había adelantado, solo tenía frutos secos, almendras y avellanas, que saqué para aportar algo. No tenía hambre, pero sí probé el vino de los italianos. Había además agua, cerveza y hasta licor de hierbas. Se montó una buena algarabía en la improvisada cena compartida y los hospitaleros que ya se iban, nos informaron de que a las 10 de la noche había que apagar luces y guardar silencio. En los ojos del tío de Luigi vi una sonrisa que me hizo reír por dentro, rondaría los 50 años y mucha vida a sus espaldas, lo de irse a dormir y apagar la luz como los niños pequeños desde luego que no iba con él. Por suerte el albergue estaba apartado de las casas del pueblo, así que si no armábamos mucho escándalo no tendría que haber problemas a pesar del volumen de la conversación pensé. Volumen que constaté cuando llamé a casa para dar las buenas noches a mi familia y mi marido me preguntó su estaba en un bar. Parecía sorprendido al verme tan animada, pensaba que me iba a costar demasiado llegar al albergue, y si llegaba, estaría tan agobiada que cogería el autobús y de vuelta. No me veía haciendo 15 km. con la mochila como si nada ji,ji. Mi hermana que tenía algo más de fe en mi, daba por hecho que aguantaría 2 o 3 días antes de rendirme y mi padre, el que más afinó, dijo que por cabezonería llegaría a Ribadeo que era mi meta inicial. Lo cierto es que hasta yo misma dudaba de llegar a Santiago de Compostela ya que normalmente no caminaba más de 10 km. al día, y sin peso.

Al final, no sé a que hora nos acostamos, tarde, igual sobre las 12 de la noche. Dudé en poner o no la alarma del móvil pero como la ventana no tenia ni cortinas ni persiana, no lo hice, supuse que la luz me despertaría.


Soto de Luiña-Santa Marina

En mi segundo día, tras haberme acostado tarde y además rendida, me desperté tardísimo. Seguía con el chip de tomármelo con calma, así que me vestí y me preparé sin prisa, tenía la suerte de tener el baño de chicas para mi sola, lo que no ayudó precisamente a espabilarme. Serían más de las 10 cuando me fui del albergue, era la última, me había ido despidiendo de todos deseándoles ¡buen camino! y por fin yo también me ponía en marcha. Notaba algo de pesadez en el cuello, así que decidí aflojar un poco las correas altas de la mochila y apretar un poco más en la cadera. Paré a desayunar en un café al lado del inicio de etapa y al poco empecé la nueva jornada.

El camino comenzaba con un suave ascenso y decidí llamar a mis padres para saber que todo iba bien y ponerles al día de mis planes viajeros. Con mi marido y mi hija hablaría de noche, a ellos les tocaba el resumen del día, ji,ji. Caminaba muy a gusto, parloteando sin parar y el camino me dio una lección: lo importante que es atender bien a los cruces y observar que a los pocos metros hay un mojón que confirma que vas bien. Había hecho un intenso ascenso conversando con mi madre y al llegar a un cruce miré por encima las indicaciones y comencé a descender. La llamada finalizó poco antes de darme cuenta de que había llegado a un punto del camino en el que ya había estado, pero lo peor es que me encontraba de nuevo al pie de la fastidiosa subida, vaya, no sabía si reír o llorar. Le saqué una foto al comienzo de la cuesta para afianzar bien la lección aprendida.

La jornada era una sucesión de subidas y bajadas por frondosos bosques, había llegado a las famosas Ballotas o minivalles, cada vez que desciendes y llegas al río, te toca subir de nuevo. El tema del cauce del agua era un tanto preocupante, las semanas anteriores había llovido mucho, por lo que algunos riachuelos parecían ríos y había en el recorrido algunos pasos precarios, a base de piedras y troncos. Mi bordón me salvó en una ocasión de acabar en el agua, pues las piedras estaban resbaladizas, le estaba tan agradecida que decidí ponerle nombre, Héctor, en recuerdo a un amigo montañero de muchos años atrás. Pero en una ocasión, el riachuelo venía tan crecido que no había forma de pasar por las piedras sin mojar los playeros. Una regla fundamental del camino es no tener nunca húmedos los pies para evitar las temidas ampollas, y no había goretex que aguantase lo que tenía a la vista. Como no quedaba otra, me descalcé y con los pies desnudos dentro de las sandalias de tela cruce relativamente bien el caudaloso riachuelo. Después, con paciencia infinita, me fui secando cada centímetro del pie, y a continuación lo unte bien de vaselina para asegurarme de que reanudaba el camino sin consecuencias.

Y llegué a la altura de la playa del Silencio, tenía previsto acercarme a visitarla pero iba tan mal de tiempo… con la salida tan tarde, el despiste, la parada del rio y mi ritmo que era el que era, lo razonable sería quedarme con las ganas. Me vi envuelta en un mar de dudas… y resolví finalmente que me acercaría a la playa, lo de hacer noche en Cadavedo cada vez se volvía más utopía que realidad y lo único que tenía claro era que quería disfrutar del camino.

A la derecha de la playa del silencio
A la derecha de la playa del silencio

Vista general con Héctor en la esquina
Sobre la playa del silencio

Sobre la playa del silencio
Vista general con Héctor en la esquina

Disfruté mucho del paisaje y como ya daba por perdido llegar a Cadavedo a una hora razonable para no tener problemas de alojamiento, me quedé más de media hora sentada en un banco sobre los acantilados, relajada y saboreando el momento.

De vuelta al camino empecé a elaborar el plan B, descartada la noche en Cadavedo, me podía quedar a dormir en Santa Marina, en la pensión Prada. Se complicaba muchísimo la tercera jornada pero sonreí a pesar de todo, imagino que con esa expresión terca tan arraigada en mi.

Y llegué a Santa Marina, no tenía mucho hambre pero pedí en el bar de la pensión un bocadillo de carne guisada, riquísimo por cierto, la terraza estaba muy concurrida y eso suele significar que el sitio merece la pena. El dueño del bar me dijo que tenía habitaciones disponibles así que todo iba bien. Al lado de mi mesa, un sujeto se deshacía en críticas hacia los políticos con una insistencia algo cansina. Y de pronto, se me acercó, y empezó a hacerme preguntas cosas sobre el camino. Mis repuestas algo secas, le desaminaron a seguir con la charla, pero antes de alejarse me dijo que si bajaba a la playa de Gueirúa no me arrepentiría, que sus formaciones de rocas eran algo digno de ver. Se lo agradecí, esta vez con mejor gesto supongo, no conocía nada de esa playa y parecía interesante.

Tras pagar y sellar la credencial me instalé en la habitación, me duché, puse la ropa de paseo e hice la colada, Una vez cumplido el ritual peregrino, me acerqué hasta la playa. No me defraudó, sus acantilados y esas rocas puntiagudas elevándose al cielo eran de verdad algo digno de ver. En la red se muestran, si alguien tiene curiosidad, fotos espectaculares de esa playa.

Al caer la tarde volví al bar, no soy muy amante de la carne, pero el bocadillo que había comido me gusto tanto que repetí lo mismo para la cena. En las mesas cercanas se hablaba de una peregrina que había salido de Avilés con la idea de hacer noche en Novellana y que por no tener alojamiento había llegado hasta Santa Marina. Menuda etapa pensé, alrededor de 48 km, esa mujer no camina, vuela. Mientras trataba de imaginar como sería la audaz peregrina apareció Pedro, el que me había sugerido ver la playa, y me preguntó si había ido. Le contesté que sí y le ofrecí sentarse a la mesa si lo deseaba, y así lo hizo. Esta vez conversamos sin reticencias por mi parte, me contó que era madrileño y que venia todos los veranos a esa localidad desde hacia mucho tiempo. Al decirle que yo era asturiana, de Mieres, su cara se iluminó, había estudiado periodismo con otra Ana de Mieres que reconocí por las indicaciones que me dio. Me repitió varias veces que tenía que darle recuerdos de su parte, a pesar de que le dije varias veces también, que aunque era de mi quinta nunca había hablado con ella y ya hacia años que no la veía. Pedro era bastante insistente cuando se le metía algo en la cabeza, no obstante, estuvimos hablando mucho tiempo y fue una buena compañía. Esta vez no cometí el error de liarme demasiado y me fui temprano a la pensión.

Ya en la habitación, tras llamar a casa y contarles las aventuras del día, me acosté en la silenciosa habitación. Era un lujo disponer de una habitación privada pero extrañé un poco el jolgorio de la noche anterior. Me preguntaba hasta dónde habrían llegado, yo tenía que haber hecho 18 km y no había recorrido ni siquiera 10 km. ¿Cómo les habría ido?. No tuve tiempo de darle muchas vueltas al asunto, me quede dormida en nada, esta vez con la alarma puesta, ja,ja,ja.



Santa Marina-Otur

Tenía puesto el despertador para las 7 pero me desperté un cuarto de hora antes. Estaba tan a gusto en la cama que no me levanté, me quedé mirando el techo y pensando en la opción de coger el Alsa para quitar algunos km al recorrido que tenía por delante. No era nada peregrino recurrir a ese ardid, pero cogí el móvil para ver las localidades por las que pasaba el autobús. La jornada prevista era de 22 km, más que suficientes para mi tercer día, pero tenía que añadir otros 9 más por haber pernoctado en Santa Marina, 31 km en total, con la condición física que tenía en ese momento una barbaridad!!. Imaginé que la peregrina que había venido desde Avilés, que estaría en alguna de las habitaciones cercanas, torcería el gesto si me viera con el móvil en la mano urdiendo el plan. Estuve un buen rato cavilando y cuando quise darme cuenta eran casi las 7 y media, hora a la que había quedado con Pedro para desayunar, que me dijo que madrugaba debido a una comunión.

Atendí mis pies lo más rápidamente que pude untándome bien de vaselina la planta y todas las zonas sensibles a rozaduras, me vestí y coloqué la mochila a la espalda. Notaba una molestia en las nalgas, tenía agujetas, no había forma de ajustar bien la mochila. Aflojé un poco la cadera y apreté ligeramente en la parte de los hombros, esperando acertar esta vez.

Cuando llegué al bar de la pensión Pedro me esperaba en la puerta. Hacía un frío criminal y me sentía culpable por el retraso, me disculpé un tanto apurada y entramos a una zona del comedor donde servían los desayunos. Pedro me comentó que la mujer que estaba a pocos metros era la peregrina que había hecho 48 km el día anterior. La miré con curiosidad, fibrosa e inquieta se levantaba de la mesa en ese momento y se ponía en marcha.

Tras el desayuno, que me tomé con calma para no variar, tocaba despedirme. Esta vez era yo la que recibía el ¡buen camino!. Pedro me sorprendió ofreciéndome una guía del Camino del Norte escrita en francés que pensaba que me sería útil ya que le había comentado que me defendía, más o menos, con el francés. Pero yo llevaba una libreta con las anotaciones más importantes y la idea de añadir peso a la mochila no me seducía por lo que trate de zafarme de la guía. No obstante, Pedro insistió y viendo que le hacía ilusión tener ese detalle, la cogí y le busque acomodo en la mochila.

Me fui alejando del pueblo, caminando tranquilamente por la carretera nacional desierta un domingo a primera hora de la mañana. Pedro, que conocía bien la senda que iba a tomar, me recomendó que lo hiciese así hasta encontrar la primera señalización hacia el camino. Me aseguró que evitaría llenarme de barro hasta las rodillas porque los primeros kilómetros eran en ese momento un barrizal.

Según avanzaba la mañana caminaba mirando al cielo bastante a menudo. El día había comenzado despejado, pero la previsión meteorológica se estaba cumpliendo y cada vez aparecían más nubes que empezaban a ponerse grisáceas. No obstante, el recorrido me ofrecía un bello paisaje de pinos y eucaliptos con algún que otro castaño, y de cuando en cuando se veía el mar.

Y llegué a Cadavedo bien temprano, en ese momento ya tenía claro que iba a coger el autobús. Era una locura intentar hacer los 31 km y no me atrevía a insertar una noche en mi hoja de ruta pues ya tenía asegurado el alojamiento de las 3 siguientes noches y tal y como estaba el tema, el riesgo de quedarme tirada tras cancelar era bastante alto. Salí pues del camino con la intención de visitar la ermita de la Regalina, con su espléndida atalaya sobre el mar. Estaba cerrada, como todas las ermitas que me había encontrado hasta el momento, una pena. Pero me quedé en la zona bastante tiempo ya que no había prisa, el autobús salía a las tres de la tarde y el cielo en esos momentos intentaba despejarse de nuevo.

Ermita de la Regalina
Ermita de la Regalina

Ya de vuelta, pasé a la altura del supermercado de la Regalina y entré a coger provisiones aprovechando que estaba abierto. Di un paseo por el pueblo, muy bonito por cierto, y como aún tenía tiempo de hacer otra parada, me senté en una terraza cerca del autobús. Me tomé una clara y estuve charlando con un turista nacional que me hablaba sobre lo bonita que era la zona y lo contento que estaba de veranear allí. Es curioso, vivo en el centro de Asturias pero tengo predilección por el oriente asturiano, en este viaje descubrí rincones muy bellos de la costa occidental y muchos apuntes sobre posibles destinos gracias a las personas que aparecían en mi camino. El tiempo me pasó volando y cuando miré el reloj del móvil me di cuenta de que ya era hora de salir pitando, esa línea de Alsa que hace el recorrido Oviedo-Ribadeo pasa por un montón de pueblecitos costeros y no tiene una hora de llegada exacta. Así que me despedí y me levante sin prisa pero sin pausa y agarrando a Héctor fui caminando a paso ligero hacia la parada.Cogí el autobús sin problemas y en poco más de 15 minutos estaba en Luarca, el cielo se había puesto muy gris y me dirigí a la oficina de Turismo para ver su horario, con la idea de sellar la credencial. Casi llegando, las nubes empezaron a descargar agua con furia y me refugié en un porche de un edificio antiguo para comer y esperar a que escampara.

Cuando la tormenta pasó, sellé mi credencial y me acerqué al puerto a dar una vuelta por sus alrededores. El día estaba inestable, alternaba lluvia tormentosa con algunos momentos de sol. Subí al mirador de San Roque para despedirme del encantador pueblo marinero y me senté en un banco junto a la ermita. No estaba el tiempo para mucha parada así que no tardé en levantarme y poner rumbo a Otur.

Luarca desde el mirador de San Roque I
Luarca desde el mirador de San Roque I

Luarca desde el mirador de San Roque II
Luarca desde el mirador de San Roque II

Luarca desde el mirador de San Roque III
Luarca desde el mirador de San Roque III

No había dado ni una docena de pasos cuando me di cuenta de que me faltaba algo, mi bordón, Héctor. Di enseguida la vuelta aliviada de recuperarlo, le había cogido estima a mi buen compañero de viaje.

El camino hasta Otur me pareció bastante aburrido y además se me hacía raro caminar de tarde. Creo que eran 7 km. más o menos, pero se me hizo pesado. Cuando llegué a la Casa del peregrino la hospitalera me estaba esperando, era la primera, me dijo que más tarde llegaría una pareja con la que compartiría habitación. Tras la rutina de siempre, salí al exterior, tenia una bonita zona verde pero todo estaba empapado. En un banco, bajo el alero de la casa comí algo, no tenía mucha hambre, y llamé a casa.

Aunque era temprano y la hospitalera amable, entré en el chalet y me fui directa a la habitación. En seguida entró también la pareja con la que iba a dormir. Hablamos poco, estaban cansados, me contaron que habían tenido una jornada difícil y no tardamos en apagar luces para entregarnos al sueño reparador.



Otur-La Caridad

De nuevo desperté antes de que sonara la alarma y me puse en marcha, intentando no molestar a la pareja que aún dormía. ¡Por fin! no sentía molestias en ninguna parte del cuerpo, parecía que la mochila y yo finalmente hacíamos un buen tándem.

La hospitalera me estaba esperando en la cocina, me había dicho que madrugaba mucho y que me prepararía el desayuno, y así fue. Desayunamos juntas, le di las gracias y deje mi donativo justo antes de partir hacia la nueva jornada.

Aún no eran las 7 y empezaba a amanecer, la previsión del tiempo malísima, alertaba de mucha lluvia y fuerte viento del oeste, vaya, me pillaba el temporal de cara. Tal vez por los malos augurios de lluvia o porque el paisaje no me acababa de convencer, a cada paso notaba que mi ánimo se ensombrecía. Empezó a orbayar (lluvia fina) y comencé a sentir una soledad desagradable, apenas había vida por donde pasaba y por alguna razón notaba cierta desazón, más aún, miedo. Caminaba temerosa, preguntándome por qué habría salido tan temprano un domingo desapacible como ése. Para encima, me venia a la cabeza una frase a la que doy crédito «lo que piensas con insistencia, lo estás llamando». Me puse a cantar bajito, a ver si conseguía apartar de mi esa sensación de inseguridad, y de pronto callé y me paré en seco. Notaba algo o alguien a mis espaldas y ví una sombra por el rabillo del ojo.

No pude evitar dar un grito terrorífico, mientras veía a un pobre ciclista con los brazos extendidos y las palmas en alto como si lo fuesen a detener, deshaciéndose en sorrys. La situación sería cómica vista como espectador pero el corazón me iba a mil por minuto e intente componer una sonrisa para tranquilizar al apurado ciclista. Era muy joven y me miraba con expresión desolada, sin palabras, le señale con el dedo el timbre de la bici y él asintió. Aliviado de ver que ya me había pasado el susto, se despidió y reanudó su camino.

La mañana transcurría entre penosa humedad. Pensaba que había tenido en cuenta todo lo necesario para equiparme bien, pero cometí un error tremendo, no llevaba un impermeable adecuado para la que estaba cayendo. Para aliviar peso, había optado por un plástico fino que me cubría bien hasta la rodilla, incluida mochila, pero con la fuerza del viento, que hacía volar el plástico en todas direcciones, me estaba empapando. Paré en Villapedre a tomarme un segundo café calentito que me diese ánimo, y me sirvió, salí del bar algo recuperada. No obstante, cuando llegué a Nava volvía a encontrarme francamente mal, hice otra parada para tratar de reanimarme, pero esta vez no sirvió de mucho, la mojadura me condicionaba demasiado. Fue una mañana para olvidar y de hecho no hice fotos y tengo pocos recuerdos, salvo lluvia y frío.

Cuando al fin llegué a La Caridad, paró de llover, a buenas horas se cierra el grifo pensé. Era un despojo humano y para encima el albergue estaba cerrado, faltaban unos minutos para su hora de apertura. Ni lo dudé, había cerca un pequeño bar con su terracita, y en una esquina protegida por un paraviento me desplomé sobre una silla. Pedí un té para tratar de confortar cuerpo y alma, y la que parecía ser la dueña del bar me agasajó con un cuenco de fabes (alubias). Estaba tan rico, calentito y contundente, que volví a la vida, me olvidé de mi ropa empapada y estoy segura de que hasta mi expresión cambió. Al poco, la buena mujer que había salido de nuevo a atender otra mesa, me miró, y sin mediar palabra apareció con otro cuenco de fabinas. No sabía como agradecérselo, ni siquiera era consciente de que tenía hambre cuando me senté y su detalle me había restablecido casi por completo. Me dijo que tenía que recuperarme, que seguramente había tenido una mañana dura y sonrió como una madre universal, fue uno de los momentos más tiernos del camino.

Ya en el albergue, me sorprendió la cantidad de peregrinos que había, completo dentro de las exigencias covid, y en su mayoría extranjeros. Duchada y ya con la ropa de descanso, bajé a explorar la sala y me puse a charlar con un nacional y un israelí que hacían juntos el camino, el israelita solo se comunicaba en inglés y llevaba mal que conversásemos en español, interrumpiendo y protestando porque no se enteraba, qué diferente del griego que conocí la primera noche. Cuando trataba de explicarme en inglés no me entendía, y su paciente amigo tenía que hacer de intérprete. Visto el plan, no tardé en subir a la habitación para ponerme con la colada.

En la cama más cercana a la mía, un chico con grandes tatuajes en brazos y piernas estaba separando la ropa para llevarla seguramente a la lavadora. Compartíamos una especie de mesita grande que nos servía para apoyar las cosas y a pesar de que era británico pudimos entendernos, hablaba el español tan mal como yo el inglés pero no fue un problema, donde no llegaban las palabras, nos comunicábamos con gestos, o lo que fuese. Bajamos, y cada uno se puso con su lavadora, tenía un sistema raro y ninguno de los dos encontrábamos la forma de arrancar el programa, el hospitalero no tardó en salir a la zona de lavado a ayudarnos y asunto resuelto. El cielo había clareado una barbaridad y hasta parecía que iba a salir el sol, el británico miró hacia arriba y murmuró algo que no entendí del todo, pero capté la idea, algo así como: tras una mañana de perros es increíble que ahora salga el sol. Me reí por dentro, yo estaba pensando lo mismo.

Mientras se lavaba la ropa, salí al supermercado para comprar algo de cena y la comida del día siguiente. Llamé a casa para ponerles al día y también a una amiga con la que estuve hablando más de una hora, íbamos de un tema a otro y el tiempo se me fue volando. Cuando regresé al albergue, cambie la ropa de la lavadora a la secadora y subí a la habitación a dejar las provisiones. Había mucho movimiento de gente por todas partes, solo el británico leía tumbado en su litera. Yo también me tumbé y saqué del móvil el recorrido para llegar desde la entrada de Ribadeo al albergue en el que había reservado noche. Hice varias anotaciones en mi libreta, en particular sobre la dirección que tenia que tomar para llegar al tren que me llevaba a la playa de las Catedrales en la siguiente jornada. No había forma de pillarla al final de la marea baja saliendo a una hora razonable, pero aún así me apetecía acercarme a conocer esa playa.

Cuando baje a cenar, los tres franceses estaban en la mesa de la cocina, dos mujeres agradables y un tipo que no me acababa de caer bien. las trataba de forma poco considerada, a mi modo de ver, Dudé en sentarme con ellos y tal vez practicar un poco el francés, pero la actitud un tanto hostil del individuo me desanimó y salí a la mesa de fuera pensando que estaría más a gusto cenando sola. Era temprano para acostarse cuando acabé y volví al tema de la playa de las Catedrales, a una posible ruta alternativa al camino que encontré en la web y me venía bien, pues no tenía que retroceder y no perdía tanto tiempo. Salirse del camino era una opción arriesgada, comprobé la ruta en google maps y saqué unos pantallazos para tener un poco más de seguridad. Satisfecha, consideré que era una buena hora para ir a dormir, quería madrugar bastante porque deseaba dar una vuelta por Tapia de Casariego, que me pillaba de camino a Ribadeo.


la credencial del camino
la credencial del camino



La Caridad-Ribadeo

Todos dormían cuando sonó la alarma, con cuidado recogí mis cosas y tras prepararme bajé a la silenciosa cocina, tomé fruta y rayando el alba me puse en camino.

Amaneció un día espléndido, lo que hizo que la caminata fuese muy llevadera. Qué diferencia con el día anterior, tenía el corazón alegre y veía belleza por todas partes. Cuando ya estaba cerca de Tapia de Casariego me encontré a Luigi y su tío. Estaban apartados a un lado del camino, algo les había detenido. Me acerqué y nos saludamos afablemente, con ese cariño que te sale cuando ves a un compañero. Me contaron que una de las bicis les estaba dando problemas. Creo que ya lo comenté en su momento, venían en bici desde Italia, por la costa mediterránea inicialmente y entrando a España por la cantábrica. Se estaban planteando abandonar, parecía serio. Hablamos un ratito, no quería hacerles perder tiempo y no paré demasiado, nos despedimos con un abrazo y me desearon buen camino. En mi interior sentía lástima de verles en esa tesitura pero ellos no parecían muy afectados, supongo que cuando llevas tantos km a la espalda la meta pierde peso y dar la vuelta en el último tramo costero igual no era tan mal final.

Y llegué a Tapia de Casariego, ya había recorrido 10km. casi la mitad de la jornada. Como en el albergue no había tomado café, lo primero que hice fue sentarme en una terraza que vi apetecible y pedir un café con leche y un croissant, la brisa marina me había abierto el apetito. El cielo estaba completamente azul y la temperatura era agradable así que me tomé mi segundo desayuno con calma, en mi línea. A continuación fui a sellar la credencial y a dar una vuelta por el pueblo. Hacia bastantes años que no estaba en Tapia pero comprobé que todo seguía igual, me vino el recuerdo de un fin de semana de camping en el que nos desapareció la tarta de queso que habíamos comprado. Precisamente en ese finde en Tapia estaba Héctor, el amigo montañero que dio nombre a mi bordón. Quedamos desolados cuando nos vimos sin postre, aunque el disgusto nos pasó rápido, con veintitantos años todo era divertido y recuerdo que nos arreglamos con unos helados.

Un último vistazo al mar
Un último vistazo al mar

Paseaba tan feliz por Tapia cuando fui consciente de que eran casi las 12 del mediodía, hora de continuar, el sol empezaba a calentar de lo lindo y sabía que aún siendo un recorrido bastante llano, caminar en las horas centrales del día podía hacerse pesado.

´Recordatorio para peregrinos
Recordatorio para peregrinos

A la salida del pueblo me encontré un puesto ambulante de frutas, me paré y el vendedor me recomendó unas cerezas, por cierto, muy ricas. Fui comiéndolas buena parte del camino hasta que las acabé. La temperatura iba en aumento, el sol estaba eufórico y llegó un momento en el que empecé a notar demasiado calor en los pies. No esperé a encontrar un sitio donde sentarme, en el suelo sobre la verde alfombra que cubría un lateral del camino me descalcé y puse las sandalias. Al ser la hora de comer apenas había gente, menos mal, con sandalias y calcetines estaba bastante cómica, aunque la comodidad manda en estos casos.

Cuando el sol perdió parte de su vigor del mediodía me volví a calzar los playeros, siempre sujetan mejor el pie y además ya estaba cerca de Ribadeo. En la terraza de una gasolinera que probablemente sea el último negocio de mi región, paré a tomarme un té y echar un ojo al itinerario hasta el albergue que incluía parada en un cajero más la compra para cena y comida del día siguiente. Crucé el puente de los Santos, y tras las dos paradas llegué al Viruxe. Allí conocí a Rufo, asturiano que se había asentado en Galicia y que era un encanto de persona. Tras la ducha y las labores peregrinas salí a sentarme al exterior, y ahí estaba Rufo, esperando con una cerveza en cada mano y una sonrisa de esas que contagian por lo campechanas que son. Estuvimos hablando toda la tarde, había vivido en Mieres un tiempo y no coincidimos seguramente porque aunque soy mierense en esa época yo vivía en Gijón, aún así por lo que me contó teníamos sitios predilectos en común.

Entramos a cenar y a continuación fui a mi habitación para preparar la mochila para el día siguiente. Cuando acabé, salí de nuevo al jardín con la idea de relajarme viendo las estrellas pero no pude ver gran cosa, se había nublado completamente. De nuevo apareció Rufo con un par de cervezas, sin duda era un gran amante de esa bebida. La noche era cálida y disfruté muchísimo de la cerveza y de la conversación. Me acosté un poco tarde pero no suponía ningún problema, al día siguiente no madrugaba, pues el tren que me llevaría a la playa de Las Catedrales salía a la 11 y media de la mañana.

El puente de Los Santos que une las dos regiones
El puente de Los Santos que une las dos regiones


Ribadeo-Lourenzá

Amaneció despejado, otro día soleado por delante. En esta ocasión no madrugué, mi salida de Ribadeo era bastante tardía por lo que dejé el albergue sobre las nueve y media. Previamente me despedí de Rufo con un emotivo abrazo que me salió sin más, le había cogido cariño en pocas horas. Y puse rumbo a la oficina de Correos, quería hacer un envío a casa para deshacerme del equipaje que me sobraba, un palo selfie que nunca llegué a usar, la guía que me había regalado Pedro y utensilios de cocina a los que tampoco daba uso, algo más de un kilo en total.

Tras la pesada cola de Correos y cumplimentado el trámite, me senté a desayunar en un terraza que había a pocos metros. La temperatura era agradable y había mucho movimiento por las calles, con calma, puesto que el tren salía a las 11 y media, me dirigí a la estación y tras coger mi línea en pocos minutos estaba en las inmediaciones de la famosa playa de las Catedrales. Sabía que no podía esperar a que la marea bajase completamente y eso le quitaría gracia a la visita pero aún así estaba decidida a conocerla. Me pareció una playa bonita y aunque no pude pasar por debajo de los arcos de roca tan espectaculares de las fotos, me gustó la visita. No me demoré mucho, tenía por delante una jornada de bastantes km y un tanto incierta. Me despedí del mar con una foto de recuerdo que me hicieron unos turistas a los que acababa de hacer una foto similar. La pongo a continuación porque es una de las pocas que tengo donde salgo yo, y además con mi inseparable bordón, ji,ji.

en la playa de Las Catedrales
en la playa de Las Catedrales

De nuevo en marcha, me dispuse a hacer una jornada fuera del camino por una ruta que había sacado de internet, una locura, y en el fondo supongo que lo sabía pero aún así con esa terquedad típica mía decidí embarcarme en una arriesgada aventura.

A la altura del círculo lítico A Roda me paré a descansar y comí algo. Me encantan las estructuras megalíticas, dejan a la imaginación todo tipo de posibilidades sobre su construcción. A quien no le apasione el tema solo verá una ruina de algo que desde el cielo es circular, pero a mí estos sitios me cargan las pilas y esta parada había decantado la balanza hacia esta ruta alternativa.

Cartel del Círculo Lítico A Roda
Cartel del Círculo Lítico A Roda

Tras el descanso, inicié la subida de Barreiros y en seguida las cosas se complicaron. En un momento dado, tenía que tomar un camino a la derecha que me llevaba por una antigua calzada romana hasta una rotonda, dirección a Gondán. Pero el camino estaba totalmente cerrado, la naturaleza se había adueñado de él y era imposible pasar. Pasado el mediodía, la posibilidad de dar la vuelta no era una opción, así que consulte mi móvil para ver si maps me sacaba del apuro. Sin cobertura de ninguna clase, creí me iba a dar algo pero continué caminando, en el ascenso cabía la posibilidad de que la recuperase, entretanto y por las fotos aéreas de la zona que había guardado en el móvil, esperaba encontrar otro camino a la derecha que enlazase con esa antigua calzada romana.

Apareció un nuevo camino a la derecha y un tanto inquieta lo tomé. El ascenso continuaba y la cobertura seguía de vacaciones, no obstante en algunas partes del suelo que pisaba asomaban piedras grandes y planas que apuntaban a una calzada enterrada, lo cual me tranquilizaba un poco. Sabía que me dirigía al sur y de cuando en cuando me volvía para asegurarme de que el mar seguía enfrente. El problema vino cuando dejé de ver el mar, no sabía ni cuanto tiempo llevaba ascendiendo, caminaba como una autómata por un paraje muerto con la única idea de coronar cuanto antes la dichosa subida que me parecía eterna, así que la falta de mi única referencia me cayó como una losa.

Soy de carácter optimista y antes de derrumbarme intento explorar todas las posibilidades y encontrar una salida, pero el asunto pintaba tan mal que no tardé en entrar en modo drama y permitir que mente me torturase bien. La tarde avanzaba y estaba en medio de la nada, seguía sin cobertura y no estaba preparada para hacer noche al raso en algún punto de un monte despoblado. Caminando sin saber si iba en buena dirección, me daban ganas de sentarme en el suelo y echarme a llorar. Pero continué, caminaría aunque fuese en círculos hasta que el cuerpo me dijese basta ya. El único que sabía mi ruta era Rufo, no dije nada a mi familia porque seguramente me iban a echar un buen rapapolvo, soy así. Pensaba en la llamada que Rufo había prometido hacerme a última hora de la tarde para saber que todo había ido bien como última esperanza … .

Cuando mi ánimo estaba en sus momentos más bajos escuché algo, oía perfectamente el mugido de vacas, o toros, daba igual. ¡Por fin había llegado a la civilización!. Traté de ver algo a través de los altísimos matorrales pero nada, solo podía intuir una pradera con un rebaño de animales al otro lado. Avancé los últimos metros del camino como si me impulsase un huracán y llegué a una encrucijada, se parecía mucho a lo que tenía anotado en mi trazado pero en esos momentos ya no sabía qué pensar. Había desembocado a una carretera de asfalto ancha, en la que cabían dos coches y me quedé mirando perpleja a derecha e izquierda, estaba en la cima y ambas opciones me llevarían sin duda a algún pueblo. Pero al fondo, a través de una pradera descendía un sendero estrechito que cuadraba con lo que tenía que encontrar en la ruta planificada. Dudé un rato y seguí de frente, iniciando el descenso. El camino discurría entre praderas en las que pastaban vacas y de cuando en cuando hasta se veía algún pájaro, después de la nada asfixiante este paisaje me parecía el paraíso, hasta pensé en abrazar a un árbol pero por alguna razón no podía parar de caminar y seguí descendiendo. Al poco, o eso me pareció, el tiempo se estira y se encoge a veces de manera extraña, vi el final del camino que acaba en lo que parecía otra carretera asfaltada. No me lo podía creer, tenía una foto en mi móvil de la imagen que estaba viendo en ese momento. Aceleré aún mas el paso y salí a la rotonda esperada. Al fin se había acabado el suplicio, no obstante, el desgaste emocional y físico me estaba pasando factura y tomé la carretera comarcal desierta como un alma en pena. Mi único consuelo era que cada vez estaba más cerca de mi siguiente parada, en el Tentempié Peregrino, donde podía recuperarme un poco. Pero las cosas no estaban saliendo como yo imaginaba, al llegar me encontré cuatro casas vacías y el Tentempié cerrado. Vaya, tendría que seguir caminando algunos km más sin poder relajarme un poco.

Fui consumiendo km hasta llegué al bar La Curva y por fin pude sentarme, liberarme de la mochila y tomarme un té que me supo a gloria bendita. Estaba en otro planeta en donde todo era paz y felicidad cuando me sobresaltó el teléfono, ya tenía cobertura. Era Rufo que me llamaba para ver como iba la jornada. Charlamos un buen rato, le hablé por encima de la mala experiencia del recorrido y me recordó que a pocos metros del albergue tenia una pequeña tienda con huevos de casa, que le había comentado que me gustaban mucho los huevos fritos y en ese albergue había cocina y todo lo necesario. Tras despedirme de Rufo y del bar también proseguí para rematar los últimos kilómetros. En ruta, llamé a la hospitalera para avisar de que llegaba algo tarde, a ella no le pareció raro, me dijo que era una jornada larga, casi se me escapa la risa pensando en que ni se imaginaba lo larga que se me había hecho, al menos estaba recuperando el buen humor.

Y llegué al Tótem, estaba tan cansada que no me acerqué a por los huevos, subí directamente a la planta de las habitaciones. Tras ducha, colada y ropa de descanso, fui a la cocina y rematé la poca comida que tenía en la mochila, a continuación mandé un wasap a casa y tras ponerme el pijama me metí en la habitación y abrí la camita que me llamaba como la flauta a los niños de Hamelin. La ventana estaba abierta y sentí frío, vi que mi compañera de habitación tenía una manta y le pregunté dónde podía conseguir una, me dijo que tenía que ir a la planta baja. Buf, ni lo dudé, me metí en la cama para abandonarme al sueño. Mi compañera amablemente cerro la ventana, bajó la persiana y puso una luz tenue para seguir leyendo sin molestar. No tardé ni cinco minutos en dormirme, el día había sido demasiado intenso.


Lourenzá-Maariz

Había dormido muchas horas y desperté como nueva. Era temprano cuando salí del albergue y Lourenzá parecía dormir un sueño tranquilo. Encontré abierto el bar que había al dar la esquina y en su solitaria terraza tome un café con leche que me puso a tono para comenzar la jornada.

No me di cuenta de sellar la credencial en el bar pero la oficina de correos abría a las 8 y media y su sello también me servía. Lo de sellar la credencial me encantaba, al margen de la célebre compostelana, la historia de mi camino se iba escribiendo con cada estampado que se añadía a la libreta. Mientras llegaba la hora, me distraje contemplando el exterior de la iglesia-monasterio de Lourenzá. En la fachada de la iglesia de Fernando de Casas y Novoa hay algo que resulta familiar, por algo se la considera el ensayo de la famosa fachada del Obradoiro, en Santiago de Compostela.

fachada de la iglesia de Santa María de Valdeflores
fachada de la iglesia de Santa María de Valdeflores

Y proseguí mi camino. La temperatura era ideal, había amanecido soleado pero con algunas nubes que frenaron la helada. A mi ritmo y casi sin darme cuenta, estaba a las puertas de Mondoñedo. Reconocía la zona, estaba cerca de la nacional en la que hacemos parada en O Rey Das Tartas en las escapadas a Galicia. Mi lado aventurero me hizo abandonar el camino y buscar la manera de llegar hasta ese local, y sin contratiempos llegué a la conocida terraza en la que me tomé un café con tarta de Mondoñedo. Inmortalicé el momento con una foto que envié a mi familia, para que nos les quedase duda alguna de que el camino tenía sus recompensas, ja,ja,ja.

En O Rei Das Tartas
En O Rei Das Tartas

Tras la parada me acerqué a Mondoñedo y pude dar una vuelta por su catedral, que aunque ya la conocía era el primer templo que encontraba abierto en toda mi andadura. Me hice con una nueva credencial por si no me llegaba con la que tenía y en una concurrida plaza en la parte alta me tome una clara con una tapita contundente, fabes de la zona, muy ricas todo lo que hay que decir.
A continuación fui hasta la Fonte Vella y sentada en un banco de piedra avisé a la hospitalera de O bisonte de que ya estaba bastante cerca. Mientras me calentaba al sol, llegó otro peregrino con el que entablé conversación, había sido hospitalero durante bastantes años y tenía muchas anécdotas que contar, como ninguno de los dos tenía prisa estuvimos charlando bastante tiempo. Una de las cosas buenas de esta vida es que como no tienes apenas obligaciones, una vez asegurada la cama puedes tomarte la jornada con total tranquilad, la hora de llegada no tiene especial relevancia.

Tras la pausa, tocaba iniciar la subida en dirección a Abadín. Este ascenso me había planteado dudas, por lo que había leído, en caso de cielos despejados hacerlo pasado el mediodía podía hacerse bastante penoso así que había optado finalmente por desdoblar la etapa y hacer noche al principio de la ascensión. Menos mal, con un sol implacable como compañero dejé atrás Mondoñedo por una carretera local de bello paisaje, con castaños, robles y algún eucalipto, parándome a hacer fotos y tomándomelo con filosofía.

Fuerte subida pero en un entorno precioso
Fuerte subida pero en un entorno precioso

En O Bisonte quedé encandilada con el cuarto de baño, me duché entre unas paredes de piedra que parecía sacada de un cuento, en un ambiente de paz indescriptible. Tras la colada y ropa de descanso, la hospitalera me sugirió que me acomodase en una tumbona colocada bajo un árbol, recalcó en que no me arrepentiría y le hice caso. Bien sabía la moza de lo que hablaba pues en esa tumbona me transporté al séptimo cielo, arropada por los ruidos del entorno rural cerré los ojos y creo que me dormí. No sabría decir cuanto tiempo estuve allí, abrigada con una manta pues empezaba a refrescar, me abandoné al precioso entorno que me rodeaba.

La tarde se fue agotando y Carmen, juraría que así se llama la hospitalera, preparó una agradable cena a base de sopa y pizza de vegetales de su huerto. Fue una velada de lo mejor y charlamos animadamente de la vida y como no, de la curiosa aventura que supone el camino. Ya en la habitación, me dormí pensando en las experiencias acumuladas hasta el momento, todo estaba siendo mucho más emocionante de lo que imaginaba y no dejaba de sorprenderme lo bien que me iba en general, sentía gratitud por la vida y estaba tan a gusto que empecé a pensar con cierta tristeza en la idea de llegar a Santiago y poner fin a todas estas vivencias.



Maariz-Abadín

Amaneció otro día de mi vida nómada, me preparé para la jornada y desayuné a gusto con la hospitalera antes de ponerme en marcha. Tenía por delante un buen ascenso pero habiendo hecho el día anterior los primeros km. me había quitado un tramo de la exigente subida de Mondoñedo a Abadín.

Hacía poco que había dejado atrás Lousada cuando a la derecha del camino vi un tronco de árbol que era perfecto para descansar. Me senté y saboreando los rayos de sol de la mañana vi como se aproximaba un ciclista que tras saludar se apeó de la bici y se dispuso a comer algo de fruta. Se llamaba Julio y sentados en aquel tronco tuvo lugar una de las conversaciones que mejor recuerdo me han dejado de mi camino a Santiago.

Desde el primer momento noté algo diferente en Julio, en la familiaridad que brotaba de sus palabras, tenía la sensación de estar en compañía de un amigo de toda la vida. Hablamos de muchas cosas y descubrí que mis rarezas no eran tan especiales pues la curiosidad nos había llevado a ambos por derroteros similares. Sin asombro, como algo natural, comprobé que habíamos leído sobre temas que yo pensaba que no le interesaban a nadie y ambos teníamos una visión de la vida distinta a la que comparten casi todas las personas que conozco.

Perdí la noción del tiempo, algo que me ocurre a veces cuando estoy disfrutando del momento. Me hubiese quedado sentada en aquel tronco indefinidamente cuando vimos que se acercaba un joven peregrino que caminaba de forma penosa. Yo tenía mi botiquín intacto, así que le ofrecí ayuda. Saqué de la mochila mi arsenal de remedios para intentar que su pisada, especialmente en los talones, no fuese tan sufrida. En un momento dado vi de soslayo la sonrisa de Julio y yo también sonreí por dentro, sabiendo que él en mi caso estaría haciendo exactamente lo mismo.

Cuando el chaval se volvió a calzar me pareció que era el momento de despedirme, Julio iba en dirección contraria a la mía, no era un peregrino. Le miré con afecto deseándole una buena jornada y me preguntó si tenía sentido darnos el número de teléfono para charlar de vez en cuando. Le dije que no hacía falta, que volveríamos a encontrarnos. Me salió del alma y Julio, tras quedarse pensativo un instante, asintió. Realmente estoy convencida de que en cualquier senda volveremos a coincidir, no sabría explicarlo pero tengo esa certeza, cosas mías.

Reanude la marcha con el nuevo compañero de viaje. Parecía tener prisa y su paso era más rápido de lo que yo esperaba, el acolchado en los playeros le estaba siendo útil. No tendría ni 20 años y sus amigos habían continuado el recorrido sin él lo cual parecía abrumarle. Pasado un rato, comprendí que no podía seguir su ritmo y le dije que yo prefería tomármelo con más calma. Tras desearle buen camino, el chico siguió avanzando con paso ligero por la empinada cuesta.

El sol calentaba de lo lindo, menos mal que llevaba suficiente agua y de cuando en cuando me refrescaba. Tras coronar el alto A Xesta el recorrido se hizo más llevadero, sin prisa pero sin pausa me iba acercando a Gontán en la llamada Terra Chá, (Tierra Llana).

pradera en A Xesta
pradera en A Xesta

En Terra Chá
En Terra Chá

Y por fin llegué a Gontán, me senté en la pequeña terraza de su Bar-supermercado y me tome un café con un pincho pues me había entrado hambre. Estaba a menos de un km. de mi lugar de pernocta pero tras el pegajoso calor de la mañana el cielo se había encapotado y amenazaba lluvia, así que pensé que era una buena parada, igual la tarde se torcía. Y no me equivocaba, tras reanudar mi camino, ya a pocos metros del albergue el cielo comenzó a descargar lluvia con fuerza.

El albergue Xabarín en Abadín fue probablemente el mejor albergue de todo el camino. Era nuevo, limpio, con buena atención por parte del hospitalero y además, me adjudicaron una habitación para mi sola, estaba encantada. Tras la ducha, ropa de descanso y colada, tocaba salir al supermercado a comprar algo de comida. Ya no llovía y decidí dar una vuelta por la localidad, no había mucho que ver y tras la compra me senté en una terraza a tomarme el té de media tarde. El cielo era de un gris plomizo y había refrescado bastante pero estaba a gusto, a solas con mis pensamientos.

Cuando volví al albergue, había mucho movimiento con la llegada de un grupo grande de chicas de veintipocos años, muy majas y muy vitales que me comentaron que habían iniciado el camino en Mondoñedo. Pensé que alborotarían bastante a la hora de acostarse pero o bien estaban muy cansadas o las paredes eran de gran calidad porque no escuché nada y me dormí plácidamente al poco de acostarme.